El pasado mes de febrero, organizaciones campesinas hondureñas presentaban ante el Congreso Nacional la 'Ley de Emergencia para la reactivación del sector agrícola, pecuario y forestal para el Combate de la Pobreza'. Una normativa para superar la crisis agraria, alimentaria y ambiental en Honduras. "Ya no podemos estar como espectadores ante una situación que tiene efectos en la soberanía alimentaria, en la salud, en los ingresos, la extrema pobreza, las migraciones", explica Rafael Alegría, directivo de la organización Vía Campesina. Junto a la creación del Consejo Nacional de la Producción Agrícola, Pecuaria y Forestal (CNPAPF) y el otorgamiento de créditos, en esta propuesta de ley se incluye también “que se resuelva con urgencia la mora agraria mediante un inventario de expedientes acumulados pendientes de resolución final que se encuentran en el Instituto Nacional Agrario (INA)”. Y mientras esperaban una respuesta, que todavía no ha llegado, la emergencia sanitaria por el COVID19 vino a complicar todavía más una difícil situación que se remonta a varias décadas atrás.

Una mirada histórica al proceso agrario en Honduras permite entender casi dos décadas  de reivendicaciones libradas por comunidades campesinas y  pueblos indígenas y garífunas, reclamandor su derecho a contar con  un pedazo de tierra para cultivar y garantizar su supervivencia. En 1962 se emitió la Ley de Reforma Agraria, que tenía como objetivo transformar la estructura social agraria  erradicando los fenómenos de  latifundio y minifundio. A raíz de esta normativa, se constituyó el Instituto Nacional Agrario, encargado de desarrollar la Ley e impulsar procesos de asignación y redistribución de la tierra. Así, durante la década de los 70, se distribuyeron más de 400.000 hectáreas y se beneficiaron 60.000 familias campesinas, lo que apenas suponía el 12,3% de la población rural en el país.

A partir de 1992, con la emisión de la Ley de Modernización y Desarrollo del Sector Agrícola (LMDSA), la reforma agraria sufrió un proceso de resquebrajamiento, ya que se derogaron artículos esenciales que permitían la expropiación forzosa por incultura u ociosidad de la tierra. Privatizaron el Banco Nacional de Desarrollo Agrícola (BANADESA), privatizaron la asistencia técnica, entregaron los bancos de semillas y la investigación agrícola a universidades privadas y desarticularon las instituciones del sector público vinculado al sector agrícola y forestal del país. Por su parte, la institución que se había convertido en un elemento clave de la Reforma Agraria, el INA, “fue una de las más golpeadas en este proceso de achicamiento y desmantelamiento de la institucionalidad pública”, apuntan desde el Centro de Estudios para la Democracia (CESPAD). Como consecuencia de esta ley, “tenemos instituciones completamente debilitadas  que en nada contribuyen al desarrollo del mundo rural”, argumentan desde Vía Campesina. 

En este contexto se han consolidado a lo largo de los años diferentes movimientos campesinos e indígenas que luchan por el acceso a la tierra y la defensa del territorio dándose fuertes tensiones entre éstos y los terratenientes nacionales, empresas de seguridad privada y elementos del cuerpo de seguridad del Estado. La comunidad de Rigores ejemplifica bien estos procesos. Esta comunidad, ubicada en el departamento de Colón,  inició en el año 2000 su propio proceso de  recuperación de tierras. Durante los 11 años posteriores sufrieron 24 desalojos violentos, en los que  sus casas y sus milpas eran destruidas. Cada vez que regresaban, volvían a empezar haciendo sus “champitas” (casas de nylon) y sembrando la milpa. De  acuerdo a lo compartido con PBI por integrantes de la comunidad, durante este periodo sufrieron agresiones, el despojo de  sus tierras y  fueron objeto de procesos de criminalizacion. Finalmente, el gobierno se vio obligado a negociar con el terrateniente a través del INA y a entregarles, en calidad de venta,  la tierra a las familias campesinas. Hoy viven allí, “pero siempre con incertidumbre porque todavía no cuentan con  títulos que respalden la venta”,  nos cuenta Rosa Santamaría, de la Junta Nacional de  Central Nacional de Trabajadores del Campo (CNTC)  y vecina de Rigores. 

En tierras incautadas, incertidumbre constante
                                                                                                             
Otros casos que ejemplifican bien la situación de las comunidades lo encontramos en la ocupación de tierras custodiadas por la Oficina Administradora de Bienes Incautados (OABI), que en su mayoría pertenecen a personas implicadas en casos de corrupción y narcotráfico. Son varias las comunidades que han firmado convenios con la OABI para poder trabajar y vivir en estas tierras. Sin embargo, la firma del convenio no supone cambios en la titularidad de las tierras, éstas no cambian de propiedad, por lo que “siempre se vive en la incertidumbre de si vendrán a reclamarla y con  la posibilidad de recibir amenazas de los familiares o amigos de los propietarios”, explican desde la CNTC.  

A pesar de que los procesos de recuperación de tierras hayan servido para garantizar la subsistencia de varias comunidades campesinas y pueblos indígenas, la falta de titulación de las tierras sigue siendo un problema estructural que caracteriza estos procesos. De las 404 comunidades que integran la CNTC, solo un 20% tienen título de propiedad; muchas otras llevan 30 o 40 años habitándola y trabajándola y más de 15 años en trámite sin visos de una  solución cercana.
                                        
Las recientes iniciativas del gobierno en la materia  no parece que vayan a mejorar la situación de las familias campesinas. Según explica Franklin Almendares, secretario general de la CNTC, “los últimos decretos siguen la línea de la privatización y traen consigo más despojo y desplazamiento”. En octubre de 2019 se publicó el Decreto PCM-052-2019 con el que el Gobierno dotaba a las fuerzas armadas con cerca de 1.000 millones de lempiras para promover proyectos agrarios. “Realmente el Gobierno le estaba pagando favores a los militares”, denuncian desde la CNTC, desde donde explican también que con el decreto 030-2020, aprobado en el contexto COVID19, “se paga favores a los empresarios...”. Con este ultimo PCM se autoriza un inventario de las tierras nacionales y ejidales, en muchas ocasiones ocupadas por comunidades campesinas  y pueblos indígenas, para ponerlas a disposición del sector agroindustriales.

Este contexto visibiliza una problemática estructural que explica la falta de confianza que tienen hacia las instituciones del Estado la población campesina y pueblos indígenas y garífunas en Honduras. Y por ello, ante situaciones como el COVID19, ellos mismos se autoorganizan: “nosotros hemos decidido que los militares no van a entrar en las comunidades”, explica Sebastián Reyes, secretario regional de CNTC La Paz, cuyo sector se ha organizado para evitar la entrada del virus a sus comunidades así como para la gestión de alimentos, mascarillas y otros elementos de bioseguridad. 

Sobre esta importancia de la gestión comunitaria de la crisis se refiere Johnson Sirleaf, Premio Nobel de la Paz por sus contribuciones a los procesos de paz de Liberia: “para combatir la pandemia hay que apoyarse en los líderes comunitarios, porque ellos encarnan la primera respuesta, son quienes entienden la cultura, las tradiciones y costumbre de sus comunidades”. Y conscientes de esto, las comunidades campesinas organizadas en la CNTC siguen organizándose:Nos estamos auto gestionando, vamos a sembrar en varias comunidades un total de 40.000 manzanas de maíz y otros productos. Porque no podemos quedarnos sentados esperando que las leyes agrarias nos ayuden”.